jueves, 28 de junio de 2007

José Juan Arrom, abanderado de la cultura hispánica

Pedro Pablo Rodríguez*

A mediados del pasado mes de abril, a los 97 años de edad, falleció en Estados Unidos, país donde residía desde hacía muchos años, José Juan Arrom, destacado profesor e investigador de temas de las letras y la cultura cubana e hispanoamericana en general.

Durante varios decenios impartió clases en una de las más prestigiosas universidades de Estados Unidos, la de Yale, en la que había cursado sus estudios de bachiller, maestría y doctorado, y, tras su jubilación como Profesor de Mérito, mantuvo una intensa actividad intelectual durante un buen tiempo.

Fue Arrom de aquel selecto grupo de hispanistas que logró vencer la hostilidad de la Academia estadounidense de entonces -que aún tendía a estimar como asuntos de menor importancia el análisis de nuestras tierras, en particular de nuestra cultura- y el desdén de la sociedad del norte hacia nuestras tierras, para, desde finales de los años 30 del pasados siglo, ir abriendo espacio a los estudios hispánicos, en particular a nuestras letras y a nuestra lengua.

Ya va siendo hora de que se estudie y se valore con justeza la heroicidad intelectual de aquel grupo en que, entre otros, se destacaron, junto a nuestro Arrom, los españoles Federico de Onís y Manuel Pedro González, estudiosos ambos del modernismo y de Martí, en particular, el segundo.

Además de divulgar entre sus estudiantes esos conocimientos -y contribuir de ese modo a elevar el respeto por nuestros pueblos- ese grupo de profesores logró crear una comunidad de interesados discípulos, que indudablemente sirvieron de base al creciente auge de la hispanística y de los estudios latinoamericanos en la nación vecina.

Imaginemos, pues, el largo y difícil camino de aquel hombre que siempre se consideró un "guajiro" de Mayarí, y que a los 27 años de edad recibió su primer título de Bachelor of Arts en Yale, uno de los centros de educación superior incluidos en la Ivy League, esa selecta clasificación del mundo universitario estadounidense.

Pensemos por un instante en el ambiente social en que tuvo que desenvolverse aquel cubanito sencillo para vencer sus estudios hasta el doctorado y ubicarse en aquel mundo de profesores aristocratizantes y de estudiantes de las clases más pudientes.

Tenacidad, talento y brillantez tuvo que derrochar Arrom seguramente para mantenerse en aquel ambiente de privilegiados, sin que ello, sin embargo, le convirtiera en un scholar de la Nueva Inglaterra de la época, ni le hiciera perder su cubanía y su amor a su tierra y a sus gentes.
Nacido en Mayarí el 28 de febrero de 1910, José Juan Arrom fue un cubano de pura cepa que nunca perdió su identidad ni su estrecho contacto con la patria, ni siquiera durante los años de la agresiva política de Estados Unidos contra Cuba, que tantos obstáculos ha interpuesto entre los emigrados y su país.

Nunca se dejó atrapar por la propaganda anticubana ni aceptó unir su nombre en acto alguno de rechazo al gran cambio social que se operó en la Isla. Sin estridencias y sin modificar su ideología, fue cubano pleno, de corazón hasta su muerte, que nunca olvidó ni se desasió de su origen humilde ni de sus costumbres guajiras.

Le conocí en La Habana durante un breve visita en medio de la vorágine revolucionaria. Quedé impresionado por la vitalidad intelectual y la sencillez humana de aquel hombre de baja estatura y sonrisa simpática, que olía con finura el mar de la costa y la yerba de nuestra tierra, que identificaba plantas y pájaros, que disfrutaba el habla popular y los cambios de los giros idiomáticos respecto a su juventud, y cuyo acento al hablar era el del cubano reyoyo.

Me demostró Arrom una singular capacidad para apreciar y gozar los detalles de la cubanía en la naturaleza y en las gentes. Era el siempre atento estudioso de la lengua y la cultura populares, y, a la vez, el cubano que saboreaba a su pueblo y se metía en él.

No lo supo él entonces ni quizás yo tampoco me di cuenta en aquel momento: aquel hombre bajito, feliz, observador y preguntón, sin proponérselo desde luego, me enseñó mucho sobre la condición del cubano.

Por eso, ante su muerte, recuerdo emocionado a aquel cubano entero, José Juan Arrom, sobre quien le he escuchado hablar a José Olivio Jiménez, en Nueva York, y a Roberto Fernández Retamar, en La Habana.

Me es imposible calificar su magisterio docente, aunque intuyo por aquel trato personal, breve e inolvidable que sostuvimos, que supo atrapar el alma de sus alumnos.

Sí quiero decir algo de su obra escrita, dispersa sobre todo en numerosas publicaciones universitarias y académicas, y, tristemente, apenas conocida entre nosotros actualmente, a pesar de que ganara el comentario elogioso de muchos críticos cubanos como José María Chacón y Calvo, Samuel Feijóo, Fernández Retamar, Raimundo Lazo, Félix Lizazo, José Antonio Portuondo, Emilito Roig de Leuchsenring y Salvador Arias.

La extensa obra de Arrom ha insistido en varios aspectos del teatro hispanoamericano, las generaciones literarias, la poesía popular y en cosas de Cuba como el nombre del país, el concepto de criollo y los elementos aruacos en nuestra cultura.

Quizás la hondura de sus aportes ha sido desigual, pero nadie duda que a la hora de hablar de la literatura dramática en nuestra América, los textos de Arrom son de inexcusable consulta.

Recordemos algunos: Voltaire y la literatura dramática cubana (1943), Historia de la literatura dramática cubana (944), Documentos relativos al teatro colonial en Venezuela (1946), Teatro de José Antonio Ramos (1947), El teatro de Hispanoamérica en la época colonial (1956) Historia del teatro hispanoamericano, época colonial (1967), Primeras manifestaciones dramáticas de Cuba, 1512-1776 (1968).

Certidumbre de América, compilación de varios de sus textos, es quizás lo más leído de su obra en Cuba, probablemente porque su primera edición fue en La Habana, y porque el Instituto del Libro lo reimprimió hace ya unos cuantos años.

Entre las miradas claves para la comprensión de nuestra identidad que en ese libro nos ofrece Arrom -como sus reflexiones e torno al término de criollo o la presencia del negro en la poesía folclórica de América-, deseo recordar su acercamiento a Martí, cuya lectura ahora, en la apertura de un nuevo siglo, no deja de despertar nuestro interés.

Me refiero a "Raíz popular de los Versos sencillos de José Martí", texto leído en un Congreso de Literatura Iberoamericana en 1953 y publicado por vez primera el año siguiente en las Memorias de dicho encuentro.

En su ensayo, Arrom discurre sobre un tema martiano andado ya por entonces por Juan Marinello y Max Henríquez Ureña, entre otros. Su tesis central es que el Maestro se vio influido en aquel cuaderno por las expresiones de la poesía popular, y que, de alguna manera, hubo en ello una voluntad autoral expresada en el Prólogo mediante su preocupación por los pueblos hispanoamericanos.

Para Arrom ahí está la causa de que Martí recurriera a las coplas, entendidas estas en su sentido más lato, sin especificar sus combinaciones estróficas, y que sirven de letra al canto tradicional hispánico.

Con agradable erudición, Arrom compara los versos martianos con innumerables ejemplos de la poesía anónima, popular de España y de América, para encontrarles semejanzas de ideas, de tonos, de estilo. Y en ese aspecto es que concluye su análisis valorizador de la singular altura original de los Versos sencillos.

Leamos las palabras finales de Arrom en su ensayo martiano:

"Así, al verter sus sentimientos, estando en tierra extraña, con más razón huye del lenguaje libresco o de la idea importada y se refugia en las formas tradicionales aprendidas de la madre que acuna en los brazos al hijo, del corro de niños que entonan canciones infantiles, del campesino que apoyado en su guitarra hiende el aire con su estrofa doliente.

"Todo eso, que Martí llevaba muy adentro, y es muy suyo, es lo que impregna sus Versos sencillos, y les da temblor de entraña palpitante. Martí es Martí porque en sus versos, como en su vida, ha sido fiel a la más alta tradición del espíritu y de la lengua de su pueblo."

Hace menos años, Roberto Fernández Retamar y yo, de común acuerdo, solicitamos a Arrom el Liminar para la compilación de las "Escenas norteamericanas" que preparamos ambos como coordinadores para la prestigiosa colección Archivos bajo los auspicios de la UNESCO, con el título de En los Estados Unidos; periodismo de 1881 a 1892.

Su inmediata y emotiva aceptación disculpó nuestro atrevimiento de molestarle en su edad ya avanzada. Con ímpetu juvenil y sabiduría añosa, el maestro Arrom termina así ese texto, luego de valorar la actualidad del juicio martiano en las "Escenas" así como la fuerza de aquella prosa :

"En fin, que su obra es histórica, y es brújula y norma y meta. Hay ideas que no caducan y seres que no perecen. Así ocurre con Martí y su obra."

Desde aquí, pues, desde su Cuba querida, el recuerdo agradecido y el homenaje debido a José Juan Arrom, cubano entero.